Es Virginia Garzón Agenjo. Una enfermera que pese a su juventud ha cargado a sus espaldas todos los problemas que arrastra la profesión. Tuvo que viajar a Reino Unido para trabajar como enfermera. Ha encadenado en su corta vida laboral cerca de veinte contratos. Y ha pasado por quince unidades diferentes, con todo tipo de turnos, en busca de la ansiada estabilidad y sobre todo un salario adecuado a su formación como graduada y a la enorme responsabilidad de trabajar con personas. Y pese a todas las dificultades, forma parte de ese grupo de jóvenes, que prefieren dedicar su tiempo libre y sus recursos a ayudar de manera segura y responsable.
«Tras mi último contrato temporal, esta vez de ocho meses, en Málaga, que finalizó el 31 de diciembre, decidí hacer, una vez más la maleta, para trabajar de voluntaria y aportar un pequeño granito de arena.». Apostillamos, un granito que junto a otros, ayudan hoy a cambiar un mundo que no es igual para todos.
Así que tras buscar una fórmula que se adaptara a sus expectativas, y cargar las pilas en familia, un 14 de enero tomó rumbo a África, eso sí, cargada de material sanitario, oro líquido para quienes viven en estos países en vías de desarrollo. Su destino, el aeropuerto Internacional Jomo Kenyatta en Nairobi, capital de Kenia. Un país con una población, en número, similar a la española, pero con una esperanza de vida de 67 años; un promedio de hijos por mujer de 4,82 y una prevalencia de VIH del 4% de la población. De hecho es el décimo país con más casos, top ten que comparte con otros nueve países, también africanos.
Destino Gatanga
«Yo decía: quiero ver con mis propios ojos como se trabaja allí. Quizá pensaba que podía ayudar más cuanto peor fuera la condiciones, menos formación tuvieran y menos recursos. El programa de cooperación, era un programa sanitario y el lugar de destino final Gatanga, en una zona rural. Cuando llegue me estaba esperando la coordinadora, Emmah. Ella fue quien me llevó a destino, una aldea rural a 41 km de Nairobi, que se dedica fundamentalmente a la agricultura. Al llegar a la casa de voluntarios descubrí, que entre mis compañeras, había cuatro enfermeras más», señala.
4 millones de niñas y mujeres han sufrido la ablación en Kenia
Lo que se encontró Virginia en Kenia fue un país donde por ley ser mujer no es igual que ser hombre y ser niña no es lo mismo que ser niño. Kenia sigue ocupando uno de los peores puestos en los índices de desigualdad de género en el este de África, con un 0.711 según el indicador GII de Naciones Unidas. Y donde aún se practica la Mutilación Genital Femenina. Pese a estar prohibido por el Gobierno desde 2011, un 3% de las niñas de entre 0 y 14 años la sufren y un 21% de las mujeres de 15 a 49 años, mucho más en un rango de edad superior. 4 millones de niñas y mujeres han sufrido esta práctica.
Atención hospitalaria
Y en ese entorno, Virginia pasó a ser la puerta de entrada del hospital de Kirwara en el turno de mañana la mayoría de los días: «Desarrollaba una especie de triaje, aunque no es un sistema de clasificación de pacientes como el que conocemos. Yo tomaba las constantes vitales a los pacientes, les preguntaba qué les ocurría, y esos datos se derivaban al médico. La mayor barrera era siempre el idioma, como era una zona rural hablaban Suajili y Kikuyu, y algunos el inglés. En algunas ocasiones nos entendíamos con signos o con la ayuda de los acompañantes que esperaban en la lista de espera. La dificultad en algunos momentos era incluso, pronunciar sus nombres para que acudieran al puesto. También ponía muchas inyecciones, intramusculares e intravenosas, y hacía curas».
Falta de recursos y personal
La falta de material y recursos es constante. También en hospitales. «En mi hospital, de nivel IV, se supone que ya de los mejores centros sanitarios del país, les faltaba de todo. Utilizaban una misma pomada para cualquier tipo de herida, sin distinción. Ni siquiera tenían tijeras y los vendajes había que hacerlos sin poder cortar. Sólo contaban con un aparato de tensión y dos pulsioxímetros para todo el hospital. No cuentan con pilas para el escaso aparataje del que disponen. Si tienen glucómetros, pero no cuentan con muchas tiras para efectuar los test. Palos de suero no tienen. Tampoco mascarillas para los aerosoles, se lavaban, y por supuesto tenían que ajustársela con la mano porque las gomas ya no existían de tanto lavarlas. En fin, nada que ver con aquí. Y los profesionales, explica Virginia, «trabajaban bien, aunque en algunos casos sin medidas de seguridad, tales como guantes».
Además la Sanidad, nos explica Virginia, no tiene una amplia cobertura. Sólo algunas patologías «cubre, por ejemplo, los antirretrovirales en el caso de tener infección por VIH, pero no, por ejemplo, infecciones oportunistas, como un tratamiento por hongos. Para tratarlo, tienen que pagarlo ellas, y es inviable».
Ser mujer, más difícil
Lo que más le ha sorprendido a esta enfermera es la cultura tan diferente, y las dificultades que arrastran las mujeres y, plenamente superados en Europa. «Es un choque cultural tremendo.Una sociedad donde la mujer lo tiene más difícil, y carga con el peso de las tareas domésticas. La educación sexual es nula, es una población muy religiosa, donde no está bien visto el uso de métodos anticonceptivos barrera. Los problemas derivados del embarazo y la maternidad son para ellas muchas veces limitantes», nos comenta.
Una vida difícil también para los niños: «A los catorce años es obligatoria la circuncisión y el niño ya no puede vivir en el mismo techo». En el ámbito de la educación, la mayoría de las niñas de las áreas rurales de Kenia abandonan la escuela antes de cumplir 12 años. La tasa de natalidad adolescente es de 96 mujeres cada 100 de 15 a 19 años.
De hecho, el 10% de las mujeres en Kenia sufren por ejemplo la fístula obstétrica, una lesión del parto que las estigmatiza y anula, a pesar de su fácil solución quirúrgica. Esta fístula consiste en una comunicación artificial entre la vagina y el recto, o entre la vejiga y la vagina. Suele ser ocasionada tras partos complicados, peligrosos o largos, así como derivado de malas praxis sanitarias, ya sea por falta de medios, como por falta de experiencia o conocimientos.
Más que una profesión
No sabemos si es coincidencia, pero algo pasa por la mente de las enfermeras que les hacen embarcarse en programas de voluntariado y cooperación internacional, quizá los valores humanos que se unen a su alta cualificación, o la resiliencia desarrollada profesionalmente, o la falta de reconocimiento en sus entornos laborales, o la búsqueda de experiencias más cargadas de humanidad que de técnica. También no olvidemos que el 57% de todo el servicio de voluntariado a escala mundial es realizado por mujeres. O quizá que como profesión encarnan las características distintivas de la acción del voluntariado, según ONU.
El lazo que nos une
Como decía Herman Melville «no podemos vivir aislados. Nuestras vidas están conectadas por mil hilos invisibles, y a lo largo de estas fibras solidarias, nuestras acciones se desarrollan como causas y vuelven como resultados». Virginia ha sido testigo de ello y gracias a su decisión, y a la de otras y otros muchos, el mundo es un poco más justo.